Respeto profesional (2)

Mi último post me hizo recordar una situación vivida hace un tiempo que me hizo reflexionar sobre eso mismo, sobre el respeto profesional, y que ya quería haber compartido aquí.

Hace unos meses me invitaron a participar (de forma desinteresada, por supuesto) en un seminario de formación sobre la puesta en valor del patrimonio, que se enmarcaba dentro de un programa de formación de postgrado (máster). Como siempre, no tuve problema en participar; siempre he considerado que es bueno poder enseñar, aunque realmente yo pueda enseñar bien poco, y más si se trata de vivencias y experiencias personales; soy un obsesionado de la formación.

El caso es que la jornada, de horario de tarde, se estructuraba en torno a cuatro intervenciones de 45 minutos y un espacio de 75 minutos de mesa redonda entre todos los participantes y para que los alumnos, que debían desarrollar un proyecto, pudieran plantear dudas y cuestiones que les ayudaran a realizar su trabajo; en definitiva, el apartado más interesante era este último.

Todos sabemos lo difícil que puede resultar moderar el tiempo de las intervenciones, y en este sentido, el organizador de la jornada se dirigió a mí al principio de la misma y me indicó que sería escrupuloso en el uso del tiempo; yo se lo agradecí, aunque probablemente sólo me lo indicó a mí porque era el menos “profesional” de los invitados y porque tenía que compartir mis 45 minutos con otro invitado que hablaba del mismo tema y éramos la última intervención previa a la mesa redonda, que era lo que más le importaba al director de la jornada.
Y, ¿qué tiene que ver esto con el respeto profesional? Las actitudes.

Cuando empezó la jornada, nadie, y digo bien, NADIE, respetó los horarios y el tiempo de intervención. Viví cosas tan indignantes como que una persona, para una intervención de 45 minutos llevara una presentación de ¡90 diapositivas! O que otra persona tuviera problemas con el proyector del powerpoint, se defendiera bien pero que, cuando se hubo resuelto lo del proyector casi al final de su charla, ¡la comenzara de nuevo!
La sensación era esa de “a mí me da igual lo que pase, yo he venido aquí a contar mi película y me da igual el tiempo que gaste o la gente que quede por hablar”.

El caso es que los diferentes intervinientes consumieron su tiempo, el tiempo de nuestra intervención, y parte del tiempo de debate con los alumnos. De forma que de los 45 minutos que teníamos inicialmente para dos personas, sólo pudimos utilizar 30, y fueron los últimos 30 minutos de la jornada. Cuando iniciamos nuestro tiempo, ya no existían posibilidades reales de debate con los alumnos.

Y a todo esto, el moderador que me había “amenazado” inicialmente, ni se inmutó para indicar siquiera a los ponentes que su tiempo se acababa. Impasible, permitió el atropello de los tiempos y, sobre todo, la falta de respeto hacia el resto de ponentes y, lo que considero peor aún, hacia los alumnos, a los que les privaron de un espacio de debate y trabajo para mejorar sus proyectos.

Probablemente alguien que lea estas líneas pueda pensar que no son más que una muestra de indignación porque a mí me limitaron el tiempo. No es así, aunque sí es cierto que mi intervención tuvo que ser más apresurada y breve y, por tanto, de menor calidad de lo que debía haber sido (igual que la de mi compañero). Pero la principal indignación es por esa falta de respeto a “compañeros” y alumnos, que algunos la escudaron en la confianza con el moderador o en la importancia (muy cuestionable) de sus intervenciones. Y eso sin comentar la importancia que algunos se daban y el derecho que se abogaban de sentar cátedra cuando sus intervenciones y trayectoria eran ciertamente cuestionables.

Yo mismo he tenido ocasión de moderar varias mesas redondas y siempre he tratado de ser escrupuloso en la gestión y uso del tiempo de los intervinientes; por justicia, equidad y respeto hacia las demás personas implicadas y, sobre todo, al auditorio. Al fin y al cabo, los moderadores están para eso.

La sensación que tuve al salir fue esa: de indignación. De indignación por la gran falta de respeto que se produjo en esa sala (por cierto, en un ámbito universitario) hacia los profesionales y los alumnos. Y a la indignación se sumó la tristeza de ver cómo una jornada que podría haber sido muy fructífera para los alumnos matriculados se convirtió en una sucesión de "yo y mis circunstancias" sin una conclusión que valiera la pena, más allá de aquella reflejada en el título de este post escrito de manera apresurada. Nada nuevo, por cierto.

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