La relación entre
la cultura y el desarrollo constituye una relación un tanto difícil, no porque
no exista, sino porque durante décadas se ha negado o se ha obviado, debido a
la visión marcadamente económica que se le ha dado tradicionalmente al
desarrollo. Este concepto aparece relacionado desde sus primeras formulaciones
con la conciencia de unas relaciones económicas y humanas a escala
internacional que se caracterizan por el desequilibrio y por la desigualdad,
enmarcadas en los procesos de descolonización. De esta forma, el estudio del
desarrollo se encomendó desde mediados del siglo XX a los economistas. A partir
de los años setenta comenzaron a surgir opiniones que planteaban la importancia
de factores no económicos, en especial factores sociales y culturales, en el
concepto del desarrollo, convirtiéndose éste en un concepto complejo con
diversos vectores a tener en consideración. La misma UNESCO se erigió como
motor impulsor de la reflexión sobre la posibilidad de armonizar las políticas
culturales con las estrategias de desarrollo económico, basándose en el
concepto de diversidad cultural como un término estratégico que aunaba las dos
posturas existentes en la Organización
Mundial del Comercio al hablar de los bienes y servicios
culturales: aquellos estados que defienden la naturaleza específica (“excepcional”)
de los bienes y servicios culturales, y aquellos estados que consideran que los
bienes y servicios culturales son equiparables a cualquier otro bien o
servicio; con el concepto de diversidad cultural se daba un nuevo impulso a los
debates sobre el papel que el sector cultural puede y debe desempeñar en la
mundialización y, por tanto, reconsiderar el papel que la cultura juega en el
desarrollo.
Con respecto a la
relación entre la cultura y la vertiente económica del desarrollo, Xavier
Cubeles (2006) cita a David Throsby y los tres niveles que él establece de cómo
la cultura puede afectar al rendimiento económico de una colectividad, esto es:
la cultura incide en la eficacia económica, “en la medida en que existen
ciertos valores compartidos de una colectividad que pueden condicionar los
procesos de toma de decisiones, de innovación, etc.”; la cultura afecta a la
equidad, “ya que existen principios morales que pueden condicionar el interés
de la colectividad por las demás personas” (presentes o futuras); y,
finalmente, la cultura puede influir en los objetivos económicos y sociales que
fija una colectividad. Y a través de estos niveles, “el efecto de la cultura
sobre el comportamiento individual se reflejará en los resultados colectivos”:
crecimiento del Producto Interior Bruto, nivel de empleo, tasas de cambio
tecnológico, oferta de servicios comunitarios, indicadores de distribución de
la renta, etc. Como ejemplo de las estrechas relaciones entre desarrollo
económico y cultural, en este sentido, es fácil acordarse de las industrias
culturales y creativas, los derechos de autor, el turismo cultural o las
actividades basadas en el conocimiento.
Pero no hemos de
olvidar que el concepto de desarrollo va íntimamente ligado al grado de
bienestar que presentan los individuos. De esta forma, hemos de determinar que
la vida cultural de una persona contribuye a su desarrollo en tanto que
contribuye a su bienestar, al igual que la facilidad de acceder a una oferta
cultural acorde a sus necesidades. La Declaración Universal de la Diversidad
Cultural de la UNESCO (2001) ya indica en su articulado cómo la cultura amplía
las posibilidades de elección y permite a cada individuo tener mayor libertad
individual de poder dirigir el modo de vida que elijan, esto es, el propio
desarrollo humano. Así pues, al desarrollo económico que supone la realización
de actividades culturales en tanto actividades económicas, hemos de sumar el
desarrollo que supone la satisfacción de las necesidades culturales y el propio
desarrollo individual y colectivo producido a partir de la mayor cuota de
libertad de elección que ofrece el acceso a la cultura.
Ya son varias las
voces que reclaman que el Índice de Desarrollo Humano, calculado por el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, incluya parámetros culturales
que se sumen a los parámetros de salud, educación y economía que viene
utilizando hasta el momento. Se considera que la cultura y sus actividades
económicas pueden contribuir decisivamente a mejorar la calidad de vida y del entorno
local, a reforzar la estructura económica y social, y a mejorar la imagen del
territorio, como así se pone de manifiesto en los conceptos de “ciudad
atractiva”, catalizadora del desarrollo económico y la revitalización social, y
de “ciudad creativa”, entendida como aquel espacio urbano que presta una
especial atención a la innovación y a la rápida comunicación de las ideas. Y es
que se ha asumido que el proyecto de desarrollo humano es un proyecto
individual para cada persona, que queda incompleto sin las aportaciones
culturales.
Con las
consideraciones anteriores es fácil comprender que algunas voces apuesten
decididamente por considerar la cultura el cuarto pilar del desarrollo. Ése es
el caso de Jon Hawkes, que afirma que las acciones que persiguen el desarrollo
de la sociedad se basan en cuatro pilares: el pilar económico, que tiene que
ver con la creación de riqueza; el pilar social, que redistribuye esa riqueza;
el tercer pilar, el ecológico, que vigila la responsabilidad sobre el medio; y
el cuarto pilar que lo constituye la cultura.
Comentarios
Publicar un comentario